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Foto del escritorEnoc Pitalua Aguirre

Estoy en una edad.

El “chavorruquismo” es una edad fascinante, pero tiene sus sombras que, sin embargo, le dan bastante sentido y dirección.

Por: Shon (José A. Sánchez Mendoza)


Estoy en una edad en la que cuando tengo un tiempo libre, de esos que son para “no hacer nada”, abro mis redes sociales y las reviso una a una. Le doy un “me gusta” a esa frase motivadora, proporciono un “me encanta” a aquel meme que escupe una verdad que se tenía que decir y dejo un “me divierte” a ese video donde un personaje de la farándula hace el ridículo. Al terminar ese breve recorrido por el continente digital, tengo la sensación de que he estado perdiendo el tiempo.


Y es que el chavorruquismo en el que estoy lleva tatuada la palabra “procrastinar” en los más hondo de su ser. Por eso siento culpabilidad y en mi mente se agudiza la idea de estancamiento. Siento presión de mi propia conciencia productiva, de esa voz que me dice: “tienes que hacer esto”, “tienes que hacer aquello”. ¿Producir qué? ¿Para qué? Es entonces cuando mi edad, mi responsabilidad, mi figura, mi imagen, mi puesto se convierten en rivales y dejan de ser mis aliados.


Estoy en una edad en la que me saturo de actividades, con el fin de ser más productivo y emprender aquellos sueños que ahora cuestiono si son realmente míos. Me pongo a reflexionar. Y, mientras mi mente empieza a razonar y ahondar en todo ello, me doy cuenta de que el tiempo pasa y aún no he hecho aquello que dije que iba hacer. Siento culpa e irresponsabilidad. Pero de nada sirve sentir, pues en esta sociedad a nadie le importan mis razones por el simple hecho de que no producen utilidad alguna.


“Procrastinar”: una palabra fea y de difícil pronunciación. Estoy en una edad en donde las palabras me estorban, en donde los límites son cada vez más confusos en la realidad, aunque en mi mente están muy claros. Sobre todo, el límite entre el activismo y el reposo, entre el negocio y el ocio (ocio, otra palabra fea que, sin embargo, esconde un significado profundo, bello y absolutamente necesario para las chavorrucos).


Estoy en una edad en la que ya uso y entiendo ciertas palabras “elegantes” para describir mis batallas, palabras tales como procrastinar, negocio, ocio, asertividad, responsabilidad… Al narrar mis batallas con un lenguaje sofisticado pienso que son menos batallas. En parte es verdad que lo que no se dice no existe. Pero es muy difícil encubrir algo que sí existe. A mi edad se nota todo. A mi edad nace la necesidad de que no se note nada.


En las redes sociales, por ejemplo, descubro que muchas personas de mi edad postean fotos, estados, historias, reels, memes, y frases con las siguientes palabras: “Estoy en una edad”. Y es así como mi mirada se inunda de ideas que rozan la estupidez propia de los adultos. Porque cada edad tiene su propia idiotez. Entonces me fabrico una idea sobre mí, idea que intenta consolarme tanto en este abandono de la juventud como en la creación de una seguridad futura.


Mi mente dice algo como: “Estoy en una edad en la que soy como el vino, entre más años más rico; en la que si no me hablan no les hablo, no ruego, no me disculpo, no doy explicaciones. Una edad en la que no mendigo amistad, atención, cariño, presencia. Una edad en la que me caga que me busquen solo cuando necesitan algo y me utilicen. Una edad en la que me mido por la manera en que espero ser amado. Una edad en la que me obsesiono con la manera y cantidad en la que invierto mi tiempo, mi dinero, mis sonrisas, mis chistes, mis tragos. Una edad en la que solo son bienvenidas las personas que quieran y puedan entenderme, que quieran algo serio, que sepan qué pinches quieren y, si no, ¡que se vayan a la ching....! Estoy en una edad en la que prefiero utilizar mi tiempo en dormir, ver una serie, escuchar música, hacer ejercicio, estudiar, en lugar de estar descifrando el misterio de una persona que no sabe ni qué pedo con la vida”.


Después de que pienso eso, a mi mente viene esa frase de Oscar Wild que dice: “la experiencia no tiene valor ético alguno, es simplemente el nombre que damos a nuestros errores”. Hay un tipo de experiencia que, según la edad en la que estoy, aún no es aprendizaje ni sabiduría, de lo contrario no sería tan tajante y sectario, tan ácido y frío. A mi edad se nos nota una alegría que en lugar de ser el fruto de un trabajo personal, es la máscara que intenta esconder una amargura, una decepción, un falta de tolerancia. A mi edad hasta a la lactosa somos intolerantes. No sé porque diosito no creó un vida sin lactosa.


Tal vez no he tenido las herramientas suficientes para acoger mis decisiones y mi historia personal como algo digno, con sus luces y sus sombras. En algún tiempo no tuve las herramientas para acoger ese yo que ha bailado en desamores, engaños, fracasos, turbulencias, tormentas. Tal vez a las personas que elegí y me encontré en aquellos estadios, ahora son parte de una supuesta lista negra: exparejas, examigos, excompañeros, expersonas-favoritas. Descartamos a aquello seres a quienes les prometimos amor serio, experiencias inauditas, proyectos millonarios, presencia incondicional. Y por un error, o varios, hoy son el olvido que, de vez en cuando, nos susurra a la memoria.


La frase “estoy en una edad” expresa una experiencia que en parte es aprendizaje y en parte un sutil rencor hacía ciertas experiencias que nadie me obligó a vivir. En este sentido, la susodicha frase también expresa decepción, desasosiego, cansancio, rutina, un sentido crudo de realidad.


“El infierno son los otros”, dicen que decía Sartre. Y esta idea se agudiza a esta edad. Existen la tendencia a mirar solo por mi tribu… ¡Los demás que se jodan! Estorban. Creo que Sartre estaba equivocado. Solo en otros hay un poco de sentido. Incluso sin los otros la amargura no tiene sentido. Estoy en una edad en la que soy más selectivo de lo normal, no porque sea yo muy sofisticado, sino más bien por protección, por miedo a sentir, porque siento mucho. En medio de los otros siento mucho. Por eso arrglo mi habitación interior para ver cómo puedo gestionar todo lo que siento cuando los damás solo intentan ser ellos.


La frase “estoy en una edad”, más que expresar integridad o belleza, expresa impulsividad por el vértigo que causa el paso del tiempo y la proximidad de la muerte; expresa la avergüenza de sabernos cada vez menos jóvenes y hacer el ridículo. Y es verdad que los adolescentes, sí los de 25 años hacía atrás, han monopolizado la juventud, y eso es crudo y cruel, pues al hacerles caso, la alegría, lo divertido, el baile, el enamoramiento, la espontaneidad se ha ido de los chavorrucos. De ahí la palabrita “chavorruco”, como indicando que ni eres de allá ni tampoco de acá, como sugiriendo una resistencia a dejar la juventud. Tal vez tenemos que cruzar un duelo y decir adiós a la juventud, pero la risa, la alegría y demás cosas cuya energía hacen de esta vida algo bien perrón, no tienen porque irse nunca. Por eso lo bueno de estar en esta edad es el hecho de estar, de existir, en medio de mi gloria y mi gozo, en medio de mi frustración y mi tristeza. Existiendo pienso, siento, deseo. Eso es la vida.


En fin, Estoy en una edad en la que me caga decir que ya estoy en una edad.

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